El ruido de
sus voces mi hizo levantar la cabeza de entre mis manos. Eran 5 jóvenes, unos sin camisa y otros con
camiseta sin mangas. Por su forma de
caminar y expresarse, pude notar que se encontraban bajo la influencia de
alguna droga. Mi reacción fue
incorporarme y ponerme en guardia.
Mi primer absurdo pensamiento fue “por lo
menos con dos puedo”, giré mi cabeza para darme cuenta de lo alejado que me
encontraba de los hermanos de la iglesia, apreté los puños y sonreí. Se encaminaron hacia mí en silencio. El que parecía ser el líder se fue acercando
junto con su tufo a hierba y alcohol; mirándome a los ojos, me dijo unas
palabras. Su petición me dejó sorprendido,
y por unos segundos, no supe cómo reaccionar. Cuando asimilé lo que me solicitaba, una ola
de sentimientos cayó sobre mi pecho.
Era una noche
calurosa, lo que empeoraba mi incomodidad. Ese viernes me sentía completamente fuera de
lugar, molesto, lleno de dudas y desesperado en extremo. Nos encontrábamos en un complejo federal de
viviendas público conocido en Puerto Rico como “residencial” o “caserío”. Este complejo en específico es conocido en
Caguas por ser “caliente” debido al tráfico de drogas. “No es un lugar ni la hora para estar con este
calor”, pensé.
Todo lo que
ocurría a mi alrededor era completamente ajeno para mí, como si me encontrara
en otra dimensión. Simplemente no podía
entender qué hacía en ese lugar. Me
encontraba en medio de un intenso proceso en el cual el Señor me despojaba de
aquello innecesario en mi vida. Paso a
paso me quitaba el velo de mis ojos para mostrarme la sabia y hermosa forma de
obrar en nuestras vidas.
Habíamos
llegado con el propósito de dar un culto de evangelización. La congregación se encontraba reunida y Angélica
( mi mai) se encontraba con su potente voz predicando la Palabra. Una poderosa onda expansiva salía de su
garganta, amplificada por las grandes bocinas. Cada uno de los edificios de vivienda era bombardeado
con ondas sonoras de palabras evangelizadoras que llegaban hasta la médula de
los huesos de quienes las escuchaban.
Mi estado de
desconcierto y turbación era completo. Incluso, esas palabras no me hacían sentido y
retumbaban en mi cabeza y en mis oídos.
Decidí moverme lo más lejos posible, fuera del cerco protector de los
hermanos de la iglesia. Caminé entre los
edificios a un lugar apartado, me senté en la acera del estacionamiento con la
cabeza entre las manos y dije en voz alta: “¿Señor, dime por qué estoy aquí?
¿Para qué me has traído?
Me encontraba
sopesando a mis “atacantes”, al mismo tiempo que trataba de recordar cómo
llegar cerca del lugar de la predicación. Mantenía los puños apretados, la adrenalina
aceleraba mi corazón, la boca seca y mis piernas listas para correr o patear.
Cuando las
palabras salieron de la boca del joven, se mezclaron con el fuerte olor a
alcohol que aturdía a cualquiera; sin embargo, fue su petición la que me
desconcertó por completo: “Mistel, ¿puede orar por nosotros?”.
Me quedé paralizado.
Lo pude observar mejor para descubrí que,
a pesar de su musculatura desarrollada, no era mayor de 14 o 15 años. Sus ojos enrojecidos por los efectos de la
droga solo lograban cubrir a medias la mirada de un niño lleno de temor,
soledad y clamando ayuda de alguna parte.
Le había
preguntado a Dios: “¿Por qué estoy aquí? “. Su
respuesta fue clara y contundente: orar por estos jóvenes. Hasta ese momento nunca me habían pedido que orara
por alguien, mucho menos un grupo de jóvenes, casi niños, borrachos, en un
punto de droga, en un residencial, en una calurosa noche en Caguas, Puerto
Rico.
Cuando comprendí
lo que me solicitaba, mis primeras palabras fueron: “Claro que sí, mijo”. Me
acerqué a ellos con los brazos extendidos. Un profundo deseo de abrazarlos a
todos juntos y arroparlos bajo mis alas para brindarles alguna protección, me
inundó el corazón.
Les pedí que
hicieran un círculo. Entonces, se
acercaron hacia mí, excepto un joven de piel muy morena, quien me miraba con
recelo, con esa mirada que tienen los niños desconfiados por lo mal que los ha
tratado la vida. Le pedí que se colocara
a mi derecha y dejé caer mi mano sobre su hombro.
Él miraba de
reojo, con la desconfianza adquirida por los golpes de la vida a su corta edad.
Les pedí que bajaran sus cabezas y
empecé a orar. No recuerdo las palabras
ni cómo las pude articular; solo recuerdo un clamor por estos jóvenes desde lo
profundo de mi corazón.
Al terminar
mi oración, los abracé a cada uno de ellos. Fueron fuertes abrazos con olor a hierba,
alcohol y sudor, pero con un profundo amor y deseo de protección en sus vidas. El líder me miró con una gran sonrisa, la de
un niño agradecido. Con su mirada ya más
lucida, me dijo: “¡Gracias, mistel!”.
Les dije que
Dios los amaba, los bendecía y que los cuidaría. Se despidieron y se alejaron. Los miraba marcharse, el prieto desconfiado se
quedó atrás caminando más lento. A medio
camino, se detuvo, se giró y asintió con su cabeza. Con un exagerado intento de despedida varonil,
se despidió con una mirada de niño alegre y me mostró sus blancos dientes en su
rostro obscuro.
Los observé hasta
que desaparecieron entre los edificios. El
prieto volteó su cabeza un par de veces más con la blancura de sus dientes a lo
lejos. Inicié el regreso hacia el sitio de la predicación. Ya no había sonido y
no podía recordar por dónde era el camino.
Después de
unas cuantas vueltas sin rumbo, encontré a los hermanos de la iglesia caminando
en el lugar. Se detenían en cada esquina donde encontraban a algún desamparado.
Les ofrecían oración, lo rodeaban y
elevaban una hermosa oración por cada una de esas almas desafortunadas.
Fue una noche
de oración por los desamparados. Nuestro
Padre me respondió por qué tenía que estar ahí y para qué. Al pasar los años, pude comprender el hermoso
y perfecto plan de Dios para cada uno de nosotros. Él conoce lo mejor para cada uno de sus hijos,
y si lo amas y vienes a Cristo, te va a mostrar las grandezas de su Reino.
Te invito a
que le preguntes a Nuestro Padre cuál es Su propósito en tu vida. ¡Entrégale tu
corazón y verás cómo te va a responder! ¡Bendiciones!
Tarde y mañana y a mediodía oraré y clamaré, Y él oirá mi voz. Salmos 55:17 RVR1960
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