Thursday, November 22, 2018

¿Por qué estoy aquí?





El ruido de sus voces mi hizo levantar la cabeza de entre mis manos.  Eran 5 jóvenes, unos sin camisa y otros con camiseta sin mangas.  Por su forma de caminar y expresarse, pude notar que se encontraban bajo la influencia de alguna droga.  Mi reacción fue incorporarme y ponerme en guardia.
 Mi primer absurdo pensamiento fue “por lo menos con dos puedo”, giré mi cabeza para darme cuenta de lo alejado que me encontraba de los hermanos de la iglesia, apreté los puños y sonreí.  Se encaminaron hacia mí en silencio.  El que parecía ser el líder se fue acercando junto con su tufo a hierba y alcohol; mirándome a los ojos, me dijo unas palabras.  Su petición me dejó sorprendido, y por unos segundos, no supe cómo reaccionar.  Cuando asimilé lo que me solicitaba, una ola de sentimientos cayó sobre mi pecho.
Era una noche calurosa, lo que empeoraba mi incomodidad.  Ese viernes me sentía completamente fuera de lugar, molesto, lleno de dudas y desesperado en extremo.  Nos encontrábamos en un complejo federal de viviendas público conocido en Puerto Rico como “residencial” o “caserío”.  Este complejo en específico es conocido en Caguas por ser “caliente” debido al tráfico de drogas.  “No es un lugar ni la hora para estar con este calor”, pensé.
Todo lo que ocurría a mi alrededor era completamente ajeno para mí, como si me encontrara en otra dimensión.  Simplemente no podía entender qué hacía en ese lugar.  Me encontraba en medio de un intenso proceso en el cual el Señor me despojaba de aquello innecesario en mi vida.   Paso a paso me quitaba el velo de mis ojos para mostrarme la sabia y hermosa forma de obrar en nuestras vidas.
Habíamos llegado con el propósito de dar un culto de evangelización.  La congregación se encontraba reunida y Angélica ( mi mai) se encontraba con su potente voz predicando la Palabra.  Una poderosa onda expansiva salía de su garganta, amplificada por las grandes bocinas.  Cada uno de los edificios de vivienda era bombardeado con ondas sonoras de palabras evangelizadoras que llegaban hasta la médula de los huesos de quienes las escuchaban.
Mi estado de desconcierto y turbación era completo.  Incluso, esas palabras no me hacían sentido y retumbaban en mi cabeza y en mis oídos.   Decidí moverme lo más lejos posible, fuera del cerco protector de los hermanos de la iglesia.  Caminé entre los edificios a un lugar apartado, me senté en la acera del estacionamiento con la cabeza entre las manos y dije en voz alta: “¿Señor, dime por qué estoy aquí? ¿Para qué me has traído?
Me encontraba sopesando a mis “atacantes”, al mismo tiempo que trataba de recordar cómo llegar cerca del lugar de la predicación.  Mantenía los puños apretados, la adrenalina aceleraba mi corazón, la boca seca y mis piernas listas para correr o patear.
Cuando las palabras salieron de la boca del joven, se mezclaron con el fuerte olor a alcohol que aturdía a cualquiera; sin embargo, fue su petición la que me desconcertó por completo: “Mistel, ¿puede orar por nosotros?”. 
Me quedé paralizado.  Lo pude observar mejor para descubrí que, a pesar de su musculatura desarrollada, no era mayor de 14 o 15 años.  Sus ojos enrojecidos por los efectos de la droga solo lograban cubrir a medias la mirada de un niño lleno de temor, soledad y clamando ayuda de alguna parte.
Le había preguntado a Dios: “¿Por qué estoy aquí? “.   Su respuesta fue clara y contundente: orar por estos jóvenes.  Hasta ese momento nunca me habían pedido que orara por alguien, mucho menos un grupo de jóvenes, casi niños, borrachos, en un punto de droga, en un residencial, en una calurosa noche en Caguas, Puerto Rico.   
Cuando comprendí lo que me solicitaba, mis primeras palabras fueron: “Claro que sí, mijo”. Me acerqué a ellos con los brazos extendidos. Un profundo deseo de abrazarlos a todos juntos y arroparlos bajo mis alas para brindarles alguna protección, me inundó el corazón.
Les pedí que hicieran un círculo.  Entonces, se acercaron hacia mí, excepto un joven de piel muy morena, quien me miraba con recelo, con esa mirada que tienen los niños desconfiados por lo mal que los ha tratado la vida.  Le pedí que se colocara a mi derecha y dejé caer mi mano sobre su hombro.
Él miraba de reojo, con la desconfianza adquirida por los golpes de la vida a su corta edad.  Les pedí que bajaran sus cabezas y empecé a orar.  No recuerdo las palabras ni cómo las pude articular; solo recuerdo un clamor por estos jóvenes desde lo profundo de mi corazón.
Al terminar mi oración, los abracé a cada uno de ellos.  Fueron fuertes abrazos con olor a hierba, alcohol y sudor, pero con un profundo amor y deseo de protección en sus vidas.  El líder me miró con una gran sonrisa, la de un niño agradecido.  Con su mirada ya más lucida, me dijo: “¡Gracias, mistel!”.
Les dije que Dios los amaba, los bendecía y que los cuidaría.  Se despidieron y se alejaron.  Los miraba marcharse, el prieto desconfiado se quedó atrás caminando más lento.  A medio camino, se detuvo, se giró y asintió con su cabeza.  Con un exagerado intento de despedida varonil, se despidió con una mirada de niño alegre y me mostró sus blancos dientes en su rostro obscuro.  
Los observé hasta que desaparecieron entre los edificios.  El prieto volteó su cabeza un par de veces más con la blancura de sus dientes a lo lejos. Inicié el regreso hacia el sitio de la predicación. Ya no había sonido y no podía recordar por dónde era el camino.
Después de unas cuantas vueltas sin rumbo, encontré a los hermanos de la iglesia caminando en el lugar. Se detenían en cada esquina donde encontraban a algún desamparado.  Les ofrecían oración, lo rodeaban y elevaban una hermosa oración por cada una de esas almas desafortunadas.
Fue una noche de oración por los desamparados.  Nuestro Padre me respondió por qué tenía que estar ahí y para qué.  Al pasar los años, pude comprender el hermoso y perfecto plan de Dios para cada uno de nosotros.  Él conoce lo mejor para cada uno de sus hijos, y si lo amas y vienes a Cristo, te va a mostrar las grandezas de su Reino.  

Te invito a que le preguntes a Nuestro Padre cuál es Su propósito en tu vida. ¡Entrégale tu corazón y verás cómo te va a responder! ¡Bendiciones!

Tarde y mañana y a mediodía oraré y clamaré, Y él oirá mi voz.                          Salmos 55:17 RVR1960


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